Lugones

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Lo que voy a contarles sucedió una tarde mientras jugaba en el patio de casa. Allí mamá tenía muchas plantas y flores de diferentes colores. A veces parecía que el paisaje fuera una pintura hecha con distintas témperas. Allí es donde, después que llegaba de la escuela, tomaba la leche y hacía las tareas; me ponía a jugar un rato a la pelota. Una tarde de la que les hablo sucedió algo extraordinario.

Entre unas plantas de helechos apareció un animalito que yo no conocía. Un tímido y pequeño Lugón apareció entre las hojas de los helechos. Por si no recuerdan haberlos visto, los Lugones son del tamaño de una manzana, tienen cuatro patas, ojos grandes, un pico, orejas de conejo pequeñas, alas y están cubiertos de plumas. Cuando los Lugones están contentos mueven su graciosa colita de tres plumas y parpadean rápidamente como si quisieran decir algo con los ojos. Nunca hablan, es decir, no emiten sonidos. Solamente cuando están agradecidos por algo.

Cuando vi al pequeño Lugón celeste entre el verde de las plantas me asusté un poco, porque nunca antes había visto algo parecido. Rápidamente fui a avisarle a mi mamá, y cuando la llevé al patio para mostrarle, me dijo que no lo veía. “Ahí está ¿lo ves?” le señalaba. Fue ahí cuando entendí que solamente los chicos pueden verlos. Mamá investigó todo el patio, pero no lograba encontrarlo. Yo se lo describía y señalaba, pero era en vano. Cuando volvió a entrar a la cocina yo me quedé observando al Lugón desde lejos. En sus ojos notaba que él tenía miedo igual que yo. Fui a la cocina y busqué cinco galletitas de limón con chispas de chocolate que hace mi mamá y le tiré una cerca de él para que comiera. Lentamente se acercó y la comió con alegría. Entonces emitió un “cuick” moviendo su colita y parpadeando rápidamente. Eso me dio la pauta de que me estaba agradeciendo. Le regalé otra galletita y tomándola con su pico se fue.

Al día siguiente le conté a mis compañeros de la escuela lo que había visto y ninguno se sorprendió, sino que me preguntaron: “¿de qué color era?” Fue ahí cuando descubrí que hay Lugones de diferentes colores. Uno de ellos había visto uno verde y otro uno púrpura. Mariela estaba contenta porque había visto un Lugón rosa, su color favorito.

Quien me dijo que los Lugones son inofensivos y hasta un poco miedosos fue mi abuelo. Él me contó que vio uno cuando era chico y que después, cuando creció no los vio más. Pero siempre se acuerda de ellos. El que él veía en su patio era uno amarillo. También me contó que una vez apreció en su patio una Lugona de color naranja que hizo pareja con el Lugón que él tenía.

Después de aquella tarde que lo vi por primera vez, lo esperaba con galletitas de limón con chispas de chocolate para poder encontrarlo. Siempre aparecía en un lugar diferente, y cada vez se acercaba más a mi. Hasta que un día se posó sobre mi mano y me daba dulces caricias. Desde ese día, el Lugón y yo fuimos amigos inseparables. Íbamos a todos lados juntos. Jugábamos a las escondidas, a la mancha y algunas tardes, nos sentábamos a la sombra de la higuera y le leía los libros de cuentos que tenía.

Después de mucho tiempo, hoy me acordé de mi Lugón. Nunca más lo volví a ver, ya que ahora soy una persona grande. Si alguno de ustedes lo llega a ver, díganle que lo extraño, lo quiero mucho y que todavía me acuerdo de él.

Sebastián Saez




El señor del sombrero

Posted by Sebastián Saez

En el barrio siempre hubo personas muy interesantes, pero ninguna como el señor Robinson. Vivía a un par de casas de la mía y siempre lo veía pasar a la misma hora de la tarde. Era de estatura muy pequeña, tenía un gran bigote que le cubría casi toda la cara, una gran nariz y como era calvo usaba un sombrero bombín diminuto. Muy pocos sabían de que trabajaba; algunos decían que vendía muebles, otros que vendía libros.


Lo más intrigante del señor Robinson era su sombrero. A pesar de que era pequeño, de él sacaba miles de objetos. Con unos amigos del barrio intentábamos todo el tiempo descubrir su secreto, saber cómo hacía para aparecer tantas cosas. Uno de ellos decía: “debe ser mago. Como no puede hacer aparecer un conejo, hace aparecer otras cosas”. A lo que otro respondía: “No, es un extraterrestre. Seguramente vino en una nave espacial.” Más allá de todas las teorías que podíamos tener, todos estábamos de acuerdo en que el señor Robinson era verdaderamente excepcional.


Fue por eso que todas las tardes, a la hora en que el señor Robinson salía de su casa, nos sentábamos en la vereda para verlo hacer algunas de sus increíbles actuaciones con el sombrero. Cuando se cruzaba con una dama, de él siempre sacaba flores. Cuando llovía hacía aparecer un paraguas. Cuando hacía mucho calor sacaba un vaso de agua, si tenía sed.


Una tarde de mucho viento, el sombrero del señor salió volando y llegó hasta nosotros. Él ni cuenta se dio, siguió caminando como si nada hubiera pasado. Cuando lo agarramos no sabíamos que hacer. Aquello para nosotros era un tesoro. Lo guardamos en mi habitación y prometimos que no lo tocaríamos hasta el día siguiente cuando se lo devolviéramos. Esa misma noche, el sombrero se empezó a mover mientras yo dormía. El ruido en mi mesita de luz me despertó y vi como salían de él lápices de colores, flores y bichitos de luz. Era todo un carnaval de colores lleno de alegría.


Al otro día le conté a mis amigos lo que había sucedido y todos quedaron sorprendidos. Mientras les contaba, por allí pasó el señor Robinson con cara muy triste. Rápidamente fuimos hacia el y le devolvimos lo que había perdido. Con una gran sonrisa nos agradeció y de su bombín sacó una pelota que nos la regaló para que jugáramos.


Es desde ese día que para nosotros, el señor Robinson es un misterio. Pero es una de las personas más buenas y divertidas del barrio.

Sebastián Saez

El autorretrato

Posted by Sebastián Saez

Hace mucho tiempo atrás, en un pueblo de Europa alejado de la sociedad, vivió en una mansión el multimillonario Roberto Silman que para ocupar su tiempo se encerraba horas en un cuarto de su hogar a pintar. Todo el dinero que poseía lo había heredado de su padre que falleció cuando el era joven. Antes trabajaba como abogado, pero ya no le interesaba otra cosa que pintar.


En la mansión también vivía su mucama que se encargaba de limpiar todo, menos la habitación donde Roberto hacía sus cuadros. Tenía prohibido acercarse allí. El señor Silman podía pasarse encerrado semanas enteras en aquel lugar. Llevaba cientos de cuadros pintados, porque a penas terminaba con uno, comenzaba a realizar otro. En el lugar también estaba Sammy, el gato negro con cola blanca de su padre. El animal lo acompañaba a Roberto a todas partes, menos a la habitación tan celosamente cuidada.


Un día en que empezó a pintar un autorretrato, notó que algo especial sucedía con aquella imagen. Acercaba su mano hacia el pecho del dibujo y sentía como que algo quería salir. “Debe ser el cansancio o el tiempo que llevo aquí” pensó Roberto para calmarse. A la pintura le agregaba cada vez más detalles. Se miraba en un espejo y si notaba alguna cana nueva que le salía se la introducía al dibujo.


A partir de aquel día, todas las noches sentía un susurro mientras dormía. Se despertaba sobresaltado y no lograba encontrar a nadie a su alrededor, sólo al gato. Eso le provocaba insomnio y se paseaba por toda la mansión; pero en cuanto los pensamientos aparecían en su cabeza, se dirigía corriendo a agarrar sus pinceles y pinturas.


La cantidad de cuadros disminuía con el tiempo. Aquel autorretrato se había transformado en una obsesión. Cada vez le agregaba más y más detalles. Y cuando se detenía a observarlo una tétrica voz le decía: “sácame de aquí”. Miraba hacia todos lados pero no lograba encontrar la fuente de la voz, siempre estaba sólo en la habitación.


Cuando miraba fijamente a los ojos de la pintura parecía quedar hipnotizado, como si viera a alguien que conocía desde hace mucho, pero que no la había visto por largo tiempo. Fue así como una noche fría de invierno mientras pintaba, tuvo deseos de beber algo. Dejó la puerta de la habitación abierta y salió. “No hay necesidad de cerrarla, vuelvo enseguida”, pensó mientras bajaba las escaleras hacia la cocina. En eso, el gato merodeaba por allí y entró a la habitación. Jugueteando con una mosca que había entrado al mismo tiempo que él, se abalanzó sobre el cuadro y le hizo un agujero en el medio. Un fuerte ruido se escuchó en toda la mansión. Una enorme mancha de pintura roja se esparcía sobre toda la habitación. La mucama que dormía en el cuarto de al lado, asustada, fue a ver que ocurría. Se encontró con el gato y el cuadro roto. Desesperada por avisarle a su patrón lo que había ocurrido, bajó a la cocina y allí encontró al señor Silman tirado en el suelo, y la copa destrozada por el piso.


Sebastian Saez


Sapos y princesas

Posted by Sebastián Saez

Todo el mundo conoce las historias de las princesas y los príncipes encantados. Tal vez no todo el mundo, pero la gran mayoría sabe que a veces cuando las princesas besan a los sapos, estos se convierten en príncipes. Lo que no saben es la historia vista desde el otro charco.


Hace mucho tiempo atrás, cuando la Tierra estaba poblada de reinos, caballeros con brillantes armaduras y damiselas en constante peligro; existían junto a ellos los sapos. Estos diminutos animales se los podía encontrar en las lagunas que se formaban cerca de los castillos. En una de ellas vivía un sapo que siempre soñaba con encontrar a su amor. Todos los días suspiraba en su hoja de loto pensando cuándo y cómo conocería a su amada; hasta que un día oyó a unos pescadores hablar de brujas y hechizos. Fue entonces cuando se le ocurrió que tal vez alguna de las mujeres que siempre se acercaban a contemplarse en el agua podría ser su batracia soñada.


-¿Cómo puedes creer que alguna de esas mujeres puede ser una sapa encantada?, le dijo uno de sus amigos mientras atrapaba moscas.


-¿No te has dado cuenta cómo las brujas nos quieren capturar siempre? Tal vez por diversión, ellas las convierten en princesas con la posibilidad de que uno de nosotros pueda deshacer el hechizo con un beso.


Una tarde, en la que el sol brillaba cálidamente, una princesa pasó por la laguna a ver su reflejo en el agua. El sapo la vio y brincó hacia ella, pero no llegó porque calculó mal la distancia a una hoja de loto y cayó al agua. Cuando se recuperó de su caída, la mujer ya se había ido. Se la veía a lo lejos caminar. Con la intención de no perderla de vista y así encontrar a su amor, el sapo salió de la laguna y recorrió un largo camino hasta el pueblo siguiendo los pasos de la joven. En el mercado se escondió entre las manzanas verdes que vendía una señora; y cuando se acercó la princesa, que pasaba por allí, se abalanzó y de un brinco le dio un beso.


Un grito se oyó, seguido por un alboroto de frutas que hicieron huir al sapo desilusionado. La princesa no se había convertido. Yendo hacia la laguna, al anfibio se le cayeron algunas lágrimas. Todos sus amigos se reían de su ocurrencia, y el no hacía otra cosa que suspirar. En ese momento, una doncella se acercó a la laguna. Al ver al sapo llorando se arrimó hasta él y le dio un beso para que se sintiera mejor. Éste, ruborizado, cerró los ojos de alegría; y cuando los volvió a abrir, la doncella ya no estaba. Del agua salió una sapa que al ver a nuestro amigo, se enamoró enseguida. Saltando, se fueron juntos unidos por el amor. Lo que el sapo nunca supo, es que la doncella no se transformó. Había caído al agua y justo salió la sapa. Pero, ¿quién se lo diría al sapo? Es mejormantenerlo con su magia propia.


Sebastián Saez

Amor de circo

Posted by Sebastián Saez

Hace un tiempo atrás, llegó a un pueblo de la región un circo con grandes diversiones. Las personas iban a ver las funciones todas las noches, aún sin saber la historia que se escondía detrás.


En el circo estaban todos los personajes que generalmente se pueden encontrar: malabaristas, payasos, magos, enanos, acróbatas y, por supuesto, el dueño que a su vez era el presentador de cada número artístico. El señor Tormes tiene una bella hija llamada Melina, que lo acompaña siempre. Esta señorita era el amor secreto de Sixto, un payaso que se volvía tímido y aún más torpe cada vez que la veía.


Un día, Sixto juntó valor y con una flor que había encontrado cerca de la carpa, se decidió a confesar su amor. Gran sorpresa se llevó cuando descubrió que Melina sentía lo mismo por él. A partir de ese día, se encontraban a escondidas después de cada función; ya que su padre quería que se casara con Esteban Forzza, el hombre forzudo. Según él, no había nadie más que pudiera protegerla mejor. En los encuentros de los enamorados, Sixto atrapaba la luna con una soga invisible y se la regalaba a Melina. Ella enrojecía sus mejillas tanto como la nariz de Sixto. Ambos reían de felicidad y amor.


Fue en una noche nublada cuando todo cambió. Tino, uno de los enanos del circo, escuchó a los jóvenes hablar antes de la función. Inmediatamente corrió a contarle a su jefe, el señor Tormes, quién se enfadó mucho con la noticia. “Nunca estarán juntos. Melina deberá casarse con quién yo quiera. Voy a prohibir que se vean”, se prometió el dueño del circo. Esa misma noche, antes de terminar la función, le pidió a Magnificus, el mago, que hiciera aparecer un espectro para que asustara a Sixto y se fuera del circo.


Cuando la luna apenas se asomaba entre las frondosas nubes, el payaso fue hasta el lugar secreto que tenía con su amor. Era un lugar un poco alejado de la carpa para que no los vieran. Pero esa noche, Sixto quedó esperando durante mucho tiempo. Melina no aparecía. Lo que ocurrió, fue que el señor Tormes encerró a su hija en su casa rodante y no la dejó salir. El enamorado no sabía nada y siguió esperando. En un momento, oculto tras un árbol, el mago con movimientos de sus manos hizo aparecer un fantasma cerca de Sixto y huyó del lugar. El payaso, al verlo, se asustó mucho. “No estarás más con tu amor. Te llevaré lejos para que no la veas más”, le dijo el espíritu con voz cavernosa. Pero antes de que lo agarre, Sixto recordó la manera de hacerlo desaparecer. Tenía que entretenerlo hasta el amanecer para que los rayos de luz lo desintegrasen. Entonces, apelando a sus habilidades le dijo: “antes de que me lleves quiero que veas mi repertorio”. El espectro accedió y se quedó viendo todas las payasadas que hacía Sixto. Se distrajo tanto aplaudiendo y apreciando el show que el tiempo pasó, salió el sol y desapareció.


El payaso corrió hasta la carpa para buscar a su amada, pero se encontró con el Señor Tormes. “He visto como venciste a ese espíritu. Veo que puedes cuidar muy bien a mi hija. Puedes estar con ella”, le dijo el padre de Melina. Los enamorados se encontraron nuevamente, y ya no tendrían que ocultar su amor bajo las estrellas.


Sebastián Saez

Hipopótamo con alas

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Existió hace un tiempo, un caso único en la naturaleza. Todo comenzó cuando una pareja de hipopótamos que se querían tanto tuvieron un hijo. Hasta ahí no hay nada de excepcional, lo curioso fue que el pequeño tenía alas. A los padres eso no les importaba, lo amaban por sobre todas las cosas.


El tiempo pasó y sus alas fueron creciendo junto con él. Le resultaba difícil relacionarse, porque los otros hipopótamos no lo querían. Intentaba acercarse amistosamente, pero siempre le decían lo mismo: “Eres diferente a nosotros, por eso no queremos jugar contigo”, y eso lo ponía muy triste.


También intentó jugar con los flamencos, pero estos le dijeron: “Eres muy diferente a nosotros. Nos aplastarías al jugar, por eso no queremos ser tus amigos”. El hipopótamo con alas se sentía muy solo.


Llorando a la orilla del río se encontró con los juncos. “Ustedes son los únicos que me aceptan tal cual soy”, les decía; y estos respondían con un “sí” meneándose con el viento. Pasó largas horas conversando con ellos, pero la conversación se volvía monótona. Se daba cuenta que siempre decían lo mismo; y eso resultaba aburrido. O tal vez no le prestaban tanta atención.


Un día, una paloma blanca se posó cerca del hipopótamo para beber. Al mirarlo se sorprendió: “¡oh! ¡Tienes alas!”.

- Así es. Búrlate si quieres. Al fin y al cabo todos lo hacen- dijo el hipopótamo entre suspiros.

- ¿Por qué habría de burlarme? Me sorprendí porque he visto otros como tú a unos kilómetros de aquí; y me llamó la atención que estuvieras solo.

- ¿Es eso verdad?- preguntó con esperanzas.

- Claro que sí. Nunca mentiría. Vamos, te acompañaré hasta allí.

- Pero tardaré mucho en llegar, soy muy lento.

- Puedes ir volando. Tienes alas, ¿no es cierto?- incentivaba la paloma.

- Es que no se volar.

- No te preocupes. Yo te enseño. Volar es fácil, siempre y cuando lo desees con el corazón y uses tu imaginación.


La paloma le enseño a mover sus alas y en un abrir y cerrar de ojos el hipopótamo ya estaba rondado por el aire.


Juntos fueron hasta el lugar donde se encontró con otros hipopótamos con alas. El corazón se le alegro porque lo recibieron muy bien. “¿Ves? Nunca estás solo; siempre hay alguien como tú en algún lado para compartir lindos momentos” le dijo la paloma antes de irse.


Sebastián Saez

Dibujo: Paloma Roque.