El amigo imaginario
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Todas las tarde me encontraba en el patio del cole en el mismo lugar. Veía como todos estaban dispersos y yo era el único sobre un rincón. Es que nunca querían jugar conmigo. A mi no me importaba mucho, ya que Tiburcio siempre me acompañaba. El fue mi amigo mucho tiempo. Nadie podía verlo, sin embargo era el compañero ideal. Con él podía hablar de todo. Siempre buscaba la forma de divertirnos, hasta se inventaba unos chistes muy graciosos que nunca había escuchado antes. Se ve que eran muy originales o muy nuevos, porque cuando se los intentaba contar a mi familia, nunca los entendían y no les resultaban graciosos.
Uno de nuestros juegos favoritos era la payana. Casi siempre perdía porque me distraía viendo a Melina, que desde lejos jugaba al elástico con sus amigas. Todas las tardes llevaba en el pelo sus dos colitas y eso me encantaba porque le quedaban hermosas. Era tan linda que no sabía como acercarme a ella, así que le pedí consejos a mi amigo.
Tiburcio me contó que una vez le pasó lo mismo que a mí. Hasta que tomó coraje y para conquistar a la chica que le gustaba le regalo una flor. A ella le gustó tanto ese gesto que le dio un beso en la mejilla. Luego del relato, comencé a buscar flores por todos lados, pero el piso del patio del cole era de cemento, y no había ni siquiera una planta. Me puse triste de saber que no encontraría ninguna para que Melina supiera cuanto la quería.
El timbre sonó anunciando que se terminaba el primer recreo. Sintiendo que no había manera, entré al aula pateando un lápiz que alguien dejó caer. Así fue que encontré unas hojas de colores que sobraron de la clase de Plástica. Las junté, las recorté y las pegué hasta que quedó una hermosa flor. Tenía más colores que cualquiera que pudiera encontrar. Era perfecta.
Respirando profundo, le llevé mi obra de arte. Los cachetes me ardían de la vergüenza. Me acerqué despacio y cuando estaba por dársela, se me voló con el viento que justo entró por la ventana abierta. La corrí por todo el aula, pero al irse al patio unos chicos más grandes la encontraron y la pisotearon toda. “Ahora sí que no hay manera de acercarme a Melina” pensé. Tiburcio me dijo que no me ponga mal, que esas cosas a veces pasan.
Al recreo siguiente volví a juntar las piedritas para la payana, y en ese momento, algo extraño paso. ¡Melina se acercó a hablarme! Me dijo: "vi lo que querías regalarme antes que se volara. Gracias por la intención". Yo me debo haber puesto más rojo que un tomate porque sentía mucho calor en los cachetes. "Pensé que no me habías visto...como nunca nadie se acerca a jugar conmigo...". Melina lanzó una de sus risitas dulces y me dijo: "¿sabés por qué nadie se acerca? porque seguro tienen miedo de tu amigo, es un monstruo". Me di vuelta para ver a Tiburcio y la miré a ella. No podía creerlo. ¡Qué maravilla! Ahora éramos dos los que lo podíamos ver. Y observando como Melina empezaba a alejarse sin quitarle los ojos de vista le dije: “Él es bueno. No hace nada. Siempre se porta muy bien”. Y Tiburcio, siendo amistoso, mostró sus enormes dientes afilados, cerró sus cinco ojos enormes y con uno de sus cuatro brazos levantó el sombrero marrón que siempre llevaba para saludar.
Sebastián Saez